29 septiembre 2013

Albóndigas

En el bar Egipto de la plaza de la Gardunya solían tener ya tres o cuatro excelentes cazuelas de buena mañana y tortillas frescas y españolas, sin nada que ver con las momificaciones tortilleras que suelen servirse en los bares de España antes del mediodía. Carvalho huía de las albóndigas de bar y restaurante porque las amaba y era conocedor de las peores carnes que suelen utilizarse en este plato ibérico, sin las redecillas de grasa de cerdo que utilizan los franceses, harina y huevo, una película de sinceridad para que la bolita sea lo que tiene que ser, bolita, y no sea, como no lo es la Tierra, redonda. Casi todas las buenas albóndigas están achatadas por los polos. Las albóndigas del Egipto eran exactas en la textura, porque exacta era la proporción de carne y miga de pan. Si la albóndiga tiene demasiada carne semeja un oscuro tumor de bestia, y si es el pan el excesivo, uno tiene la sensación de que mastica algo previamente masticado. Requisito indispensable para la albóndiga es el buen uso que se haga del tomate en su salsa. Aunque Carvalho era partidario del tomate porque era partidario de los mes-tizajes culturales, no podía tolerar la solución tomate aplicada como recurso de color y sabor para que en él naufragaran los restantes sabores del cuerpo y el alma de los seres vivos. Y cuando un guiso tiene el tomate justo entonces, y sobre todo de mañana, el consumidor puede pedir esa leche fresca que es el pan con tomate, acompañante exacto de una buena tortilla de patatas y cebolla e incluso de un guiso de albóndigas como las del Egipto, levísimamente atomatadas. Notables también las cazuelas de sardinas en escabeche, las de pies de cerdo o las de tripa, problemática entonces la selección, que Carvalho solía resolver por la albóndiga y la tortilla, porque para escabeches ya tenía los suyos y en cambio difícil era encontrar la materia exacta del microcosmos de la albóndiga. Bar de mercado, para desayunadores copiosos y felices, restaurante económico para artistas, gente de teatro y jóvenes de precaria emancipación, el Egipto estaba situado junto al bar Jerusalem en un barrio que se iba convirtiendo en el Harlem barcelonés a la espalda del mercado de la Boquería. Los negros salían al anochecer y se reunían en bares monocolor de las callejas que unían el laberinto de la Boquería con las calles del Carmen y del Hospital, nacidos los negros para caminar bien y predicar la exactitud del cuerpo. Pero a estas horas de la mañana, la plaza de la Gardunya era el culo de la Boquería. Muelle de camionetas, escaparate de contenedores de basura que iniciaban la putrefacción nada más salir del templo, gatos ariscos consentidos por su lucha a muerte con los ratones que esperaban el menor descuido para apoderarse del mercado, del viejo barrio, de la ciudad entera. Aquellos gatos municipales rendían una primera batalla decisiva contra los subterráneos enemigos del hombre y en sus pieles quedaban los costurones, cicatrices de sórdidos encuentros con la horda roedora, mis-teriosos encuentros a espaldas de los hombres, como si guardaespaldas y asesinos fue-ran dueños de un espacio, un tiempo, una convención vida muerte que sólo a ellos les pertenecía. Sinfonía de bocinas en la cola de coches que esperaban entrar en el parking de la Gardunya y el optimismo inocente del estómago bien lleno de buena mañana convencen a Carvalho del uso de las piernas, cruza el pasillo central del mercado lleno de pesados cuerpos compradores agredidos por el tráfico de los carretones manuales que van reponiendo las mercancías. Por el pasillo de frutas con toda la geografía del mundo, pero sin la historia tradicional de las frutas, sin conciencia de verano ni invierno, el melocotón chileno o la cereza de invernadero, desemboca Carvalho en el esplendor de las Ramblas de las Flores y retiene el descenso hacia su despacho. Repasa las notas que ha tomado sobre el caso de la botella de champán. Detiene su andar. Arranca la hoja. Hace una bola con ella y busca una papelera entre quiosco y quiosco floral, pero finalmente se la guarda en un bolsillo del pantalón y alarga las zancadas para llegar cuanto antes.

Manuel Vázque Montalbán, Los pájaros de Bangkok.

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