01 agosto 2011

¿Cuánto tiempo tenemos que esperar?

Los mismos medios que permiten hoy que la revolución tunecina se extienda en pocos días por el mediterráneo, que los ciudadanos de Barcelona reaccionen en pocos minutos frente a la agresión policial de Plaza Catalunya o que una sacudida sísmica en Japón sacuda inmediatamente todas las pantallas del mundo determinan una excitación de la conciencia que nos mantiene siempre a la espera de una Revolución Francesa (o de una final de fútbol) y que al mismo tiempo convierte la espera de la nueva noticia, por muy poco que dure, en un residuo inútil y en una dolorosa agonía. Ningún viaje en barco es tan largo como esa diminuta transición; ningún mes y medio de esclavitud es tan insoportable como esos pocos segundos que tarda nuestro servidor informático en llevarnos hasta la última versión del mundo. Paradójicamente, nunca la humanidad ha esperado tanto, ni con tanta impaciencia, como ahora que París y Haití están a la misma distancia del Acontecimiento.
Me escandalizaba hace unos días leyendo la noticia de que la National Gallery de Londres no iba a permitir a los visitantes detenerse más de cuatro minutos ante los cuadros exhibidos en el museo. Al contrario que un libro, que una película, que un vídeo de youtube, un cuadro no acaba nunca, no tiene final y el tiempo que exige para que agotemos su contenido es potencialmente infinito. Es difícil imaginar un acto de violencia tan atroz como el de interrumpir la mirada que explora a Da Vinci o a Whistler; eso es también un acto objetivo de esclavización cultural y de injusta violencia individual. Me escandalizaba, sí, pensando en este grillete visual, pero enseguida imaginé el escándalo contrario al mío. Porque para una conciencia excitada por la sucesión velocísima de imágenes, quizás la medida de la National Gallery de Londres es más bien una amenaza. ¡Cuatro minutos ante el mismo cuadro! ¡Ante un cuadro en el que no pasa nada! ¡Qué insoportable castigo! Ya es bastante duro tener que pararse ante una imagen muerta para tener encima que contemplarla más de treinta segundos. La Gioconda se repite, repite sin parar la misma mujer inmóvil en ese marco que no permite ni el off ni el zapping.
Por eso es también interesante el movimiento 15-M que desde hace dos meses, de manera imprevisible, ha declarado inacabada -ni siquiera comenzada- la “transición democrática” española y que ha construido ya una legitimidad alternativa a la del capitalismo europeo. Inseparable de los medios rapidísimos que han convocado y coordinan las movilizaciones, toda su fuerza converge en realidad en el espacio de la asamblea, donde el Tiempo es obligado de nuevo a ocupar una plaza, a cruzar un océano, a contar un cuento. “Vamos lentos porque vamos lejos”, decía una pancarta en la Puerta del Sol, durante la larga acampada que se apoderó en mayo del centro de la ciudad. Entre Francia y Haití hay muchos días de navegación; entre la humanidad y la razón también. Mientras esperamos otra cosa -una carta, una cita, un milagro-, mientras aguardamos la última actualización de la web del mundo, la historia sigue trabajando: “democracia en construcción; perdonen las molestias”.

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