15 noviembre 2006

PIANO BAR


El piano acude al dentista todas las semanas. Sus citas son confirmadas por teléfono con un acorde afirmativo. En la clínica se revisa el batiente, se limpia los macillos, se empasta los apagadores, clavijeros y se enjuaga las cuerdas.

Con terca incertidumbre pregunta al dentista si le sería necesaria una prótesis y si las visitas semanales son efectivas para solucionar su inacabable problema. El doctor espanta la posibilidad de una prótesis y tranquiliza al piano con una sonrisa. Le pide que reconsidere su injustificada ansiedad y que busque las soluciones en algún músico especialista.

Hace algún tiempo que el piano no acude a la clínica del otorrino. El diagnóstico era claro: sus cuerdas estaban en perfecto estado. El riesgo de una pérdida de voz era impensable. Claro, si deseaba recuperar su elegante voz, su sonido, de acuerdo a su calidad como instrumento su músico debería interpretar alguna obra.

El piano regresa al apartamento con débiles esperanzas. Quizá esta noche el músico se decida a sentarse en el taburete; quizá, tras un largo silencio, posará sus largos y delicados dedos sobre las teclas y entonces tocará esa obra escrita hace tanto y que se pudre en el atril del piano como si en cualquier momento del día fueran a interpretarla. De este modo el piano recuperaría su voz con todos sus sonidos en su hermoso ámbito de cuerda percutida y abandonaría a oncólogos chopinianos y a psicoanalistas multiinstrumentistas.

En el rincón, junto a la ventana del salón, el piano espera. Los escasos muebles que aún quedan en el apartamento se rindieron a la evidencia y casi sin miedo esperan ser vendidos en algún mercadito de segunda mano. El piano regresa a la angustia, a la hipocondría que le ha sometido a un sinnúmero de tratamientos y visitas a especialistas.

¿Tendría las teclas sucias, los pedales flojos?, ¿estará desafinado -ya que hace tanto que no se oye-?, ¿habrá perdido el cálido sonido de antaño?

Despeinado y con un cigarrillo apagado que pende del labio, el músico se tambalea después de cerrar la puerta. Sonríe con la respiración al vacío del apartamento como si se mantuviera aún en la estela de un chiste que recordó subiendo la escalera. La carcajada suena con cruel ironía y se transforma en un grito desesperado. El piano le sonríe con todas sus teclas relucientes. Pero el músico deambula por la el salón sumido en el ebrio sopor. Aún no ha olvidado que no toca desde hace quince años, desde que la música se convirtió en una forma de recordar momentos que se esfumaron, instantes que se quemaron como una bella partitura en un incendio.

Como cada noche, el músico cierra de un manotazo la tapa y sobre el brillante esmalte negro coloca una botella que extrae del bolsillo de la chaqueta. Se sienta en el taburete y se acoda como si de una barra de un bar se tratara. Se duerme.

El piano se desesperanza y ve el resto de su vida condenado al silencio o a una voz mediocre, a un sonido vulgar, que algún aficionado le daría después de adquirirlo en una sombría tienda de instrumentos de segunda mano.

de "Las gargaras de Gagarín"


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