11 octubre 2006

5. Islington- John Berger (nueva novela en Alfaguara)


En los últimos veinticinco años el barrio londinense de Islington se ha puesto de moda. Pero en los años cincuenta y sesenta el nombre de Islington pronunciado en el centro de Londres o en las zonas residenciales del noroeste de la ciudad evocaba un distrito remoto, un tanto sospechoso. Es interesante observar cómo en la imaginación de quienes han prosperado o están prosperando, los barrios pobres y, por consiguiente, problemáticos, suelen estar más lejos de lo que realmente están, aun cuando se encuentren geográficamente bastante cerca del centro.
El caso de Harlem en Nueva York es un ejemplo evidente.
Para los londinenses de hoy Islington está mucho más cerca de lo que estaba.
Hace cuarenta años, cuando todavía era un lugar remoto, Hubert compró una casa en Islington con un pequeño jardín trasero que daba sobre el canal. Por entonces,
él y su mujer eran profesores a tiempo parcial en sendas escuelas de arte y no les sobraba el dinero. La casa, sin embargo, la compraron por nada, increíblemente barata.
¡Se han ido a vivir a Islington!, me dijo un amigo entonces. Y esta noticia tenía algo de atardecer de otoño, cuando se empieza a notar cómo acortan los días. Una especie de reclusión voluntaria.
Poco después, yo me fui a vivir al extranjero. En el curso de los años siguientes, cuando iba a Londres, coincidía alguna vez con Hubert en casa de amigos comunes, pero nunca lo visité en su casa de Islington. Hasta hace tres días. Hubert y yo habíamos sido compañeros de clase en 1943 en la escuela de arte en la que estudiábamos. Él hacía Diseño Textil, y yo, Pintura, pero asistíamos juntos a algunas clases: Historia de la Arquitectura, Dibujo del Natural, Anatomía Humana. Me causó impresión su meticulosa constancia. Siempre iba con corbata. Parecía un encuadernador decimonónico. Tendían a disgustarle las estupideces de la vida moderna, y sus uñas estaban siempre impecablemente limpias. Yo llevaba un largo abrigo negro y parecía un cochero, también decimonónico. Dibujaba con el carboncillo más negro que podía encontrar, y encontrar un carboncillo, el que fuera, durante la guerra no era cosa fácil: ¿quién tenía tiempo en el año 41 o 42 para ponerse a quemar carbón? A veces le sustraía uno al profesor. Dos tipos de hurto eran justificables: comida para el hambriento y materiales básicos para el artista.
Sospechábamos, sin duda, uno del otro. Hubert debía de pensar que yo era indiscreto y efusivo hasta el punto de caer en el exhibicionismo; a mí él me parecía un hermético elitista.
Nos escuchábamos, no obstante, y de vez en cuando nos tomábamos una cerveza juntos o compartíamos una manzana. Los dos éramos conscientes de que para la mayoría de los alumnos éramos un par de chalados. Chalados porque estábamos continuamente volcados en el trabajo. Nada nos distraía. Hubert dibujaba el modelo con los movimientos atentos y contenidos de un violinista afinando su instrumento; yo dibujaba como el pinche de cocina que lanzaba tomates y queso en las pizzas que esperaban a ser metidas en el horno. Nuestros planteamientos eran muy distintos. Pero éramos los únicos que nos quedábamos en el estudio y seguíamos trabajando durante los descansos, cuando el modelo se retiraba unos minutos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Qué bueno, lo de las pizzas!! Muy al hilo de lo que dicen en el MLRS...

foh, que me tienen to absorbía... ya soy hasta editora...