13 julio 2005

El donante feliz



Donar órganos es regalar vida, pero recibirlos cuando no son necesarios es una extraña y terrible forma de lujo. Soy donador de órganos profesional, alguien que dedica sus esfuerzos a obsequiar vida, cuando los demás realmente la necesitan, a cambio de un digno salario. El altruismo en esta profesión, como saben, queda para compañeros que trabajan después de la muerte.
Preveo una jubilación cercana tras veinticinco años cumpliendo con mi deber. El sector pasa por malos momentos ya que los autónomos de países pobres ofrecen sus órganos en donación a bajo coste. Las mafias controlan los mercados y los trabajadores humildes y honrados como yo sufrimos las consecuencias. Así que, gracias a algún dinero ahorrado en los tiempos dorados de los trasplantes, podré vivir cómodamente, sin muchos lujos, y esperar a la muerte retirado de la vida activa.
Mi último trabajo, gracias a la larga experiencia y a importantes y conocidos doctores, ha sido muy bien pagado. En un desgraciado accidente, el Presidente de la república perdió el dedo índice. Requerido para la mutilada falange del importante mandatario, mi dedo pertenece a la clase política y con seguridad será el responsable de muchas decisiones y cargos del gobierno. Ahora sólo me quedan tres, con los que tecleo estas líneas a modo de pequeña autobiografía.
Gracias a mis órganos un gran número de personas (y sus familias) han sobrevivido a enfermedades terminales. Otras han recuperado latidos sanos, orina, respiración fluida y visión. Nunca mi historial profesional ha sido manchado por un rechazo o una muerte postrasplante -algo que garantizo en los contratos y cuido constantemente. He visitado a todos lo que han adoptado un órgano mío. Recuerdo cómo se emocionó al recibirme la señora de aquel desgraciado señor al que se le trasplantó mi sexo o la señorita que recibió la piel necesaria para la reconstrucción de su rostro (años después participó en concursos de belleza, incluso). Parece que fue ayer cuando me extirparon el pulmón derecho -mi primer sueldo- para una baronesa alemana cuando aún no se conocían cuentas de ahorro para costear operaciones en los Estado Unidos ni de alocados traslados de neveras de plástico en ambulancias y helicópteros.
En mi vida dedicada a este oficio, la única decepción se produjo cuando se intentó organizar un sindicato de donadores de órganos. El proyecto de más entidad era lograr la coordinación de todos los trasplantes para realizar un reparto justo de los órganos disponibles. Pienso que todos los enfermos deben ser tratados con igualdad. Además, como alguien escribió, cuando estamos enfermos es cuando somos mejores ya que no apetecen honores, el dinero despreocupa y los amores no esclavizan. Lo poco que se tiene se estima suficiente en la idea de que va a dejar todo.
El proyecto sindical apenas vivió unos meses. La mayoría de los afiliados -ese amplio sector altruista de trabajadores- no asistían a las asambleas. Quizá algún despistado que buscaba el forense para la autopsia presenciaba los debates. Los familiares se negaban a pagar las cuotas alegando el alto precio de los entierros. Los problemas burocráticos a la hora de elegir la dirección del sindicato fueron minando el poder sindical del oficio hasta que se abandonó el proyecto.
A mí me restan, como ya he dicho, pocos años en la brecha. Quizá pueda culminar mi trayectoria con los tres dedos que quedan. Pero el tiempo no perdona y la vejez se aproxima como un invierno aburrido y largo. Los afortunados que reciban mis últimos órganos sabrán agradecerme el trabajo que con tanto rigor y entusiasmo he ejercido desde que tenía trece años.
La tarde cae y un fuerte viento del norte enfría la casa. Creo que voy a abrigarme. Un paseo me relajará. Llamo a mi mujer para que me vista con el guante de piel de tres dedos.­

No hay comentarios: