18 abril 2005

La fábula de la lenteja



Había una vez una lenteja que quería ser lentejuela y anhelaba formar parte de un vistoso traje de una vedette hermosa y ágil. Cada noche soñaba que huía del paquete y lograba eludir su guisado destino en el fondo de una olla junto a cientos de compañeras y rodeada de concretos ingredientes.

La lenteja consideraba sus limitaciones. La parda luz que irradiaba nunca podría resaltar en un lujoso traje. Para convertirse en una brillante lentejuela lo más importante no era el interior nutritivo, rico en vitaminas y hierro, esa alma nutricia que siempre tiende al bien y que creó la gran Madre Lenteja -como predicaba el padre Lentejo-; para transformarse en lentejuela era preciso lucir el vano exterior, el brillo externo bajo los focos, el fulgor de lo superficial. Sus cualidades alimenticias eran inútiles en su currículo artístico y ese derroche de brillantez parecía alejado e imposible. No obstante, su forma de abultado disco poseía semejanzas con una laminilla de metal brillante. Este aspecto le hacía concebir esperanzas.

La vida en el paquete era monótona y apretada. A través del plástico con inscripciones sobre conservación y fechas de caducidad se distinguía el fresco y seco mundo de la alacena. La comunidad de legumbres envasada era regida por el maestro Lentejo y su fervorosa y estricta preparación para el gran Día del Potaje. Desde que eran pequeños frutos con estipula, las lentejas habían oído hablar del importante día en el que alcanzarían el estado más puro de sus cualidades interiores, la dicha nutrimental de los siervos de la Alimentación Sana. La alienante y aplastada condición de legumbre provocaba tormentosas frustraciones en la lenteja, que concebía el mundo como una cuchara grande y terrible.

Tildada de rebelde y comparara con el legendario Garbanzo Negro merced a sus aspiraciones artísticas y al paganismo incipiente, la lenteja comenzó a frecuentar el círculo de las piedrecitas del paquete. Eran un colectivo organizado de denostada consideración, ya que mantenían el carácter de extranjeros, de intrusos, dentro de la comunidad. Rechazaban abiertamente la doctrina de la Alimentación Sana y eran descritos por el maestro Lentejo como subversivos proyectos de cálculo. La complicidad entre las piedrecitas y la lenteja fue creciendo a medida que compartían sueños, proyectos e ilusiones. Las piedritas deseaban salir de aquella sociedad opresora, engañada por la fe en el día del Potaje, y vivir en libertad en algún polvoriento camino, entre la grava de un parque o la de una fábrica. Su organización, enriquecida por sectores críticos, entusiasmó a la lenteja, que explicó su sueño de ser lentejuela y se afilió al grupo.

Producto de sus habituales encuentros, la lenteja comenzó a discrepar con los preceptos de la Alimentación Sana y se ilusionó con un factible futuro mejor. Las piedritas tramaban un Plan de Escape y la animaron a que se les uniera en la fuga. La fecha elegida para la huida fue el día previo a la preparación del Potaje. En el momento en que las lentejas son seleccionadas y las piedritas apartadas encima de la mesa por las manos de la cocinera, un comando entrenado para tal misión la camuflaría sin levantar sospechas. Además, la lenteja evitaría pasar la noche en un recipiente con agua como si de la húmeda víspera de un condenado a la olla se tratara.
La lenteja entusiasmada aceptó sin reservas. Varios días después, el plan se llevó a cabo. El paquete fue vertido en la mesa y unas manos de mujer fue seleccionando las legumbres para el almuerzo del día siguiente. La lenteja pasó desapercibida y su entrada a la ilegalidad resultó un éxito. Aunque el camino que aún quedaba hasta la realización de su sueño era largo y tortuoso, la lenteja sintió que había dado un gran paso.

Gracias a los contactos con la disidencia efectuados por las piedritas, la lenteja arribó a un taller de costura, en el que entró gracias a documentos falsificados. Allí transformaron su parda imagen de botón sin agujeros de una hortera rebeca de enano por el minio, la pintura plateada y un pulido que parecía de espejo. Tres días más tarde, como habían ordenado la dirección de la disidencia, logró infiltrarse en la cajita de la lentejuelas.

La lenteja se adaptó a su nuevo ámbito enseguida. Sólo quedaba esperar a ser elegida por la costurera. Las lentejuelas no sospecharon en ningún momento cual era el verdadero origen de la nueva. La opaca legumbre del paquete de lentejas quedaba atrás, lejana e ingenua y ahora se comportaba con la naturalidad refinada que gozan las artistas. En los corrillos de la caja se comentaba el entusiasmo que la lenteja ponía en ser elegida. Para las viejas lentejuelas, ya sin brillo y deterioradas que perdieron su oportunidad, aquel ímpetu resultó ser un agradable detonante para las acomodadas vidas de las jóvenes aspirantes al traje.
El día en que fue elegida por la mano de la costurera no pudo contener la emoción. Recordó los momentos duros, las frustraciones continuas y sintió un profundo amor por las piedritas que le habían ayudado a escapar de su destino. Con rápidas puntadas, la costurera bordó la nueva lentejuela en un traje encargado por una fofa vedette de segunda. Por primera vez la lenteja sintió que su largo y tortuoso sueño llegaba a feliz destino, a pesar de que iba ser lucida por una mujer de mediocre belleza y sobrepeso. Su nueva condición supuso el abandonó definitivo de sus valores alimenticios y nutritivos; rompió con la fe en el Día del Potaje y en todas las enseñanzas de la Alimentación Sana. Ahora era un adorno.


De "Las gárgaras de Gagarín" (Inédito)
continuará mañana

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